Este pequeño Tratado de Murena, incomprensiblemente olvidado, incluso en Italia, es, puede decirse, una obra única en su género. En efecto, pues articula, de una manera coherente, las propuestas en materia de modelo de juez y de jurisdicción propias de un lúcido jurista ilustrado. Buen conocedor de las prácticas de la poderosa y corrupta justicia feudal —poder por antonomasia en el Nápoles borbónico— tuvo clara conciencia de la necesidad de desterrarlas, para hacer posible una sociedad racionalmente gestionada en la que prevaleciera la paz social. Consideraba que los jueces, «órganos de la razón pública», «son en el estado civil lo que es el juicio en el hombre». Con este punto de partida, discurrió con lucidez sobre el modo de su relación con la ley (que, entendió, deberá ser siempre interpretada). Y reflexionó sobre las virtudes que tendrían que distinguirles e inspirar sus actuaciones en el trato a los justiciables y el examen de las causas, así como acerca del relevante papel de las garantías procesales. Todo expresando una sensibilidad a la que el lector no podrá permanecer indiferente