Un rasgo central del actual Estado constitucional de Derecho es la conexión discursiva entre Derecho, Moral y Política. Esta conexión, como afirmó Carlos S. Nino hace algún tiempo, tiene la doble función de justificar al Derecho (dar razón de su existencia) y dotarlo de sentido (resolviendo los problemas que plantean su textura abierta, sus ambigüedades u opacidades). En ambos sentidos, puede afirmarse que la conexión torna inteligible al Derecho. Sin embargo, la aceptación de esta evidencia y el ejercicio satisfactorio de uno y otro rol generan varias preguntas inquietantes. Por ejemplo: ¿cuánta Moral y Política son admisibles en el Derecho? y ¿qué Moral se relaciona con él, entre las múltiples concepciones acerca de lo bueno que existen en un entorno social pluralista? Cuanto más debatidos sean los principios morales con los que el Derecho de modo necesario se relaciona, menos se justificará su existencia, más discutibles serán las decisiones que se adopten con base en él y más difícil será diferenciarlo de la imposición. De modo paradójico, una conexión máxima entre Derecho y Moral pareciera hacer del Derecho un fenónemo superfluo e irrelevante (la Moral alcanzaría), y una conexión mínima produciría, al menos a primera vista, idéntico efecto (el Derecho no sería otra cosa que el rostro amable de la violencia). Estas preguntas y temas dan razón de ser a este libro. El interrogante de fondo que lo vertebra se refiere a las condiciones que justifican y tornan inteligibles las prácticas constitucionales. Su novedad estriba en la perspectiva desde la que se pretende llevar a cabo una aportación a este debate. Se trata, concretamente, de indagar hasta qué punto pensar en el Derecho como un fenómeno distinto de la violencia (como el producto y la razón de ser de un Estado convencional de Derecho) implica (de manera necesaria, aunque no siempre explícitamente asumida) la asunción de una teoría del discurso que otorgue primacía a la referencia por sobre el significado, y su conexión con concepciones de la persona y del bien común más robustas de lo que habitualmente tendemos a sospechar (o incluso estamos dispuestos a aceptar) en una sociedad en la que el pluralismo acerca de lo bueno es muchas veces presentado como un absoluto inexcepcionable.