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El proceso constitucional, como cualquier forma de proceso, tiene una finalidad. El problema es que, del mismo modo que el proceso civil se apartó peligrosamente del derecho sustancial, la teoría del proceso constitucional poco se preocupó por elaborar una dogmática orientada a los fines concretos de la tutela de la Constitución.
El control de constitucionalidad, frente a la zona de penumbra de los derechos fundamentales, requiere mucho más que la simple verificación de la compatibilidad entre la ley y la Constitución. De allí la razón por la cual no se puede atribuir a las cortes constitucionales la última palabra o el monopolio sobre la interpretación constitucional, tornándose necesario el diálogo institucional que exige una reconfiguración del modelo que sirve a la deliberación sobre la Constitución.
Eso impone otra comprensión del proceso constitucional, capaz de permitir a las cortes constitucionales, por un lado, tutelar con efectividad los derechos y, de otro lado, no decidir más allá de lo necesario o fuera de sus límites, llegando a prescindir del resto de poderes o de los ciudadanos, primeros titulares de la interpretación de la Constitución.