Hay tres principios que podrían aspirar a valer como fundamento de legitimidad del Estado liberal: la legalidad, la tutela de los derechos humanos y la soberanía del pueblo. En este libro se sostiene que el principio de soberanía del pueblo constituye el más fundante, vigente y coherente eje de legitimidad del Estado democrático constitucional. Comprende dos dimensiones, una participativo-procedimental y otra axiótica. En razón de la primera, el conjunto de los electores, estructurado atomísticamente, designa en forma periódica a los cuadros dirigentes (hoy, ofrecidos por el sistema de partidos). Como principio democrático, la operatividad de esta soberanía no supone el efectivo ejercicio del gobierno por el pueblo; antes al contrario, exige la representación y excluye el mandato imperativo. Por lo demás, la voluntad del soberano resultará necesariamente interpretada por su representante. Pues éste último, en la realidad objetiva, es el verdadero sujeto del poder político. Ahora bien, al mismo tiempo, como resultado de un proceso doctrinal secular signado por el inmanentismo y el nominalismo, la soberanía del pueblo ha quedado erigida en suprema medida de rectitud ético-jurídico-política. Por ello los representantes del pueblo, en tanto investidos por una voluntad que es asumida como última fuente de legitimidad y de justicia, ya no reconocen normas que impongan sujeción deóntica a sus decisiones, fuera de las siempre revocables estipulaciones del derecho positivo. Como principio de rectitud del ejercicio del poder, la apelación a la soberanía del pueblo sirve para justificar la absolutización axionormativa del poder del Estado, sólo a condición de actuar en nombre del pueblo soberano y de seguir ciertos procedimientos formales. En efecto, el recurso intrasistémico a la garantía de los derechos fundamentales mediante la interpretación constitucional por los tribunales supremos no conjura sino que por momentos extrema la dinámica relativista del principio.