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El uso de reglas para orientar nuestras acciones parece, al menos a primera vista, sujeto a un problema fundamental: el de la justificación racional del seguimiento de reglas. Cualquier regla destaca como relevantes ciertas circunstancias para calificar normativamente una acción como obligatoria, prohibida o permitida ('deténgase frente a una semáforo en rojo'). Pero, al hacerlo, necesariamente soslaya la relevancia de otras muchas circunstancias (¿debo detenerme frente a un semáforo en rojo si estoy llevando a mi esposa al hospital para dar a luz?). Y en cierto sentido, parecería que la evaluación de lo que debemos hacer en determinada situación requiere tomar en cuenta todo posible factor que pudiese tener incidencia en la determinación de nuestras obligaciones, esto es, debe atenderse al espectro completo de razones en juego. Pero si las reglas se interpretan y aplican como si fuesen completamente 'transparentes' respecto a nuestra evaluación del resultado que ofrece el balance de todas las razones en juego en cada caso, esto es, si en cada situación de posible discordancia entre lo que expresa la regla y el balance completo de razones normativas en juego ha de estarse al resultado de este último, la reglas como tales resultarían herramientas inútiles. Así, el uso de reglas para la resolución de problemas prácticos parece conducir al siguiente dilema: o aceptamos la orientación que nos ofrecen las reglas, lo cual resultaría en última instancia una forma de descalificación por anticipado de la posible relevancia de ciertos factores en la dilucidación de lo que se debe hacer y, consiguientemente, una forma de irracionalidad, o dejamos de lado la guía que ofrecen las reglas y nos concentramos en lo particular de cada situación para decidir cómo actuar de conformidad con el plexo completo de razones en juego, con lo que las reglas se tornan irrelevantes.